Oda a un tren cultural

Carlos Gatti habla de Estación Araucanía y devela detalles de su vida.
Por Christian A. Masello Fotos Noelia López
“Trenes del Sur, pequeños/ entre los volcanes,/ deslizando/ vagones/ sobre/ rieles/ mojados/ por la lluvia vitalicia,/ entre montañas/ crespas/ y pesadumbre/ de palos quemados.”
Así comienza la Oda a los trenes del Sur de Pablo Neruda, incluida en su libro Navegaciones y regresos.
Las palabras poéticas traen imágenes de locomotoras con sus coches que atraviesan paisajes característicos de la Patagonia.
Así, sería posible imaginar un tren en particular, multicolor, cargado de cultura, que surcara los caminos australes en busca de un sitio adecuado para descargar su contenido.
Entonces, al llegar a Bariloche, se movería por vías incorpóreas a través de la avenida Bustillo.
Y, al llegar al quilómetro 11 y medio, hallaría el parador tan deseado: Estación Araucanía.
La edificación, justamente, remite a una parada de ferrocarril.
Incluso, en algún momento, se pensó en colocar un vagón en el frente, pero era inviable.
“No pudimos hacerlo porque son muy pesados y complicados de mover”, señala Carlos Gatti, propietario del lugar.
Gatti nació en Buenos Aires, en 1955. Recuerda la niñez, compartida con una hermana y un hermano, como armoniosa. La suya, dice, era una familia tipo de aquella época.
Es arquitecto y músico.
“Estudié piano desde chico; en la adolescencia, también violín”, cuenta.
“Después hice la carrera de arquitectura”, continúa, para luego agregar: “También me dediqué al paisajismo”.
Significado de paisajismo, en la segunda acepción del diccionario: “Estudio o diseño del entorno natural, especialmente de parques y jardines”.
Tal vez haya sido el ojo de paisajista el que llevó a Carlos a adquirir el terreno donde luego levantó su estación.
Cuando estuvo frente a las tres araucarias que dominaban el lugar, Gatti se enamoró de ese sitio de presencia arbórea.
Entonces, él y su esposa, Silvia, decidieron emprender la aventura.
“Compramos el terreno y levanté todo desde cero. Hice el proyecto, la dirección y la construcción. Lo inauguramos en 2004”, relata Carlos. “Realizar algo así era un sueño, por eso, cuando estuvo terminada la parte superior del edificio, con mi mujer dijimos: ‘¿Y si lo transformamos en un centro cultural?’. ‘Probemos…’, y salió bien… Siempre fue un proyecto familiar.”
En la actualidad, con Silvia dedicada al vivero de la familia, llamado Paisaje, ubicado cuatro quilómetros más adelante, el músico y arquitecto delega mucha de la responsabilidad del salón en Tania, su hija, quien, tras estudiar en Buenos Aires, se integró al plantel de Araucanía.
Precisamente, cuando se le pregunta por el porvenir, Carlos expresa: “El futuro siempre es incierto. Mi fantasía es que Tania pueda continuar con este proyecto, porque tiene la energía joven para hacerlo. Ella estudió relaciones públicas, es organizadora de eventos, entonces la parte cultural le es cercana”.
Mientras en los locales de la planta baja se despliegan diferentes tipos de comercios (un restaurante, venta de adornos y recuerdos…), arriba la vida cultural sobrevive, en parte, por el arrendamiento de esos establecimientos. Así lo explica Gatti cuando se le pregunta acerca de si existe rédito económico en un emprendimiento como el suyo: “Se puede sostener porque el edificio es propio; si tuviéramos que pagar por mes, no se podría. Como es nuestro, y los negocios de abajo los alquilamos, conseguimos continuar con nuestra propuesta”.
Así, este emprendimiento familiar resiste los vaivenes de una economía nacional siempre cambiante.
Desde aquellos lejanos días en que el centro cultural daba sus primeros pasos, con un ciclo de cine donde se proyectaban películas del director, guionista y actor Buster Keaton que había traído un amigo de la familia proveniente de California, hasta las presentaciones de músicos de trascendencia internacional que suelen engalanar las noches de Estación Araucanía, ha corrido mucha agua.
“Nos lanzamos al ruedo y salió bien”, sintetiza Carlos.
Y, puesto a ahondar en su análisis, indica: “El secreto es que el lugar no es muy grande, no necesitamos mucha cantidad de gente para llenarlo. Como máximo, entran ochenta personas. Por el éxito, a veces me decían ‘tendrías que ampliar’, pero no, ampliar sería un error. Funciona porque es compacto, lo que ayuda a una buena acústica. Las condiciones óptimas, como el piso de madera, lo hacen un lugar cálido”.
El propietario también destaca la existencia de “un público local ávido de propuestas culturales”, lo cual llevó a que, en el sitio, más allá de los recitales, se llevaran adelante distintas propuestas artísticas, como funciones de teatro y títeres, además de diversos talleres, por ejemplo de danza y canto.
Carlos admite que, a veces, por los gastos relacionados con los viajes, “resulta complicado hacer llegar a los artistas”.
En ese sentido, hay dos factores que colaboran a solucionar el inconveniente. Por un lado, formar parte de diferentes circuitos, lo que hace que cuando un grupo actúa en determinados sitios del sur incluya a la sala dentro de su agenda. Así, para el arquitecto, lo ideal sería fomentar la creación de ese tipo de rutas culturales.
El otro determinante en salvar el tema de las distancias representa un orgullo para Gatti: son los propios artistas los que hacen lo posible por venir, ya que desean actuar en una sala de la que todos hablan bien. “Cuando empezaron los conciertos, primero venían músicos de la ciudad, luego de la región, y después también de Buenos Aires. Pero eso trascendió, y llegaron representantes de diversas partes del mundo. Entre los músicos se corre la bola de que hay un centro cultural en la Patagonia, de las características del nuestro, y quieren presentarse aquí.”
Antes de arribar a Bariloche, Carlos y su esposa residieron en Brasil.
Corrían los setenta.
“En la Argentina eran tiempos difíciles y decidimos emigrar. No habíamos tenido ningún problema en particular, pero con la dictadura el país se había puesto bravo. Por eso probamos suerte en Brasil, sitio que yo ya conocía y donde tenía amigos”, cuenta el músico y arquitecto.
“Nos establecimos en Florianópolis”, relata. “Allá nació nuestro primer hijo, André, que ahora vive en California. Trabajábamos en floricultura; además, con mi mujer, teníamos un conjunto de música y mímica que se llamaba El grupo del silencio, con el que nos presentamos en varias ciudades.”
Al tiempo, regresaron a la Argentina y posaron sus ojos en esta parte del sur.
–¿Por qué decidieron venir a Bariloche?
–Queríamos salir de Buenos Aires. Al principio pensamos en ir al Delta, después a San Marcos Sierras, y al final nos decidimos por Bariloche. Veníamos de Brasil, un lugar donde prevalece la naturaleza, entonces, cuando volvimos a la Argentina, ya con el niño pequeño, pensamos que teníamos que buscar un lugar donde se privilegiara el entorno, el ambiente, y ahí surgió la idea de esta ciudad. Llegamos en 1982. Hice la casa, el vivero y, luego, nació Estación Araucanía.
–¿Esta localidad es su sitio definitivo?
–Yo estoy contento con Bariloche. Además, a esta altura de la vida, no creo que vuelva a realizar un cambio. Cuando te sentís bien en un lugar, te quedás.
Por Estación Araucanía han pasado numerosos músicos. Entre las actuaciones más recordadas están las que realizó el notable contrabajista noruego Steinar Raknes, como así también la de Rubén Albarrán, vocalista de Café Tacuba, que brindó un show único con el escenario colocado en medio de la sala.
Puestos a mencionar a alguien que ya es un emblema, es una obligación citar a Miguel Cantilo, quien, recuerda Gatti, “inauguró el salón Araucanía, ya que brindó el primer recital que se hizo aquí”.
Durante uno de los varios conciertos que brindó Miguel Cantilo en la sala, ocurrió un hecho de esos que bendicen como sitio mágico a un lugar.
Como uno más del público, estaba Pedro Aznar, de paso por Bariloche.
Miguel se enteró y lo invitó a subir al escenario.
Juntos interpretaron una inolvidable versión de Catalina Bahía.
Justamente Aznar, el músico que compuso, junto a Jorge Lencina, un tema titulado A la hora que se duermen los trenes, incluido en su disco Contemplación, donde canta: “A la hora que se duermen los trenes/ no hay secretos que le puedan guardar”.
Y ahí está Carlos Gatti, que, al momento en que pernoctan los vagones, suele ayudar a develar los misterios de la cultura en una terminal ferroviaria que vive en un sano insomnio. Se llama Estación Araucanía. Alguna vez fue un sueño. Luego, un proyecto. Hoy, una consolidada realidad.