Cuando la gastronomía es un arte

Entrevista a EMILIANO SCHOBERT. Por Christian Masellio. Fotos de Noelia López.
El cocinero cuenta cómo llegó a ser un chef reconocido a nivel internacional
Luca Prodan, antes de transformarse en líder de Sumo, cuando sólo era un romano que había estudiado en Escocia, un ángel caído que trataba de escapar de las garras de la heroína en un paisaje bucólico cordobés al que había llegado tras haber visto una fotografía al otro lado del océano, tituló “Winter en las sierras” (“Invierno en las sierras”) a su primera canción compuesta en territorio argentino. De esa forma, desde aquella letra primigenia parida en el sur del mundo, quedó unido al óleo geográfico formado por las serranías. Corría 1980.
A mediados de la década siguiente, un muchacho argentino nacido en Capital Federal en 1974, con la mayor parte de su derrotero vivencial transcurrido en el conurbano bonaerense, más precisamente en San Justo, decidió realizar una migración interna.
Había terminado de cursar Magisterio, carrera en la que nunca se recibiría, y, algo agobiado, decidió tomarse una especie de año sabático.
Fue así que, por razones muy distintas a las de Luca Prodan, pero con la misma esperanza de que el paisaje serrano le brindara la tranquilidad acogedora que su espíritu necesitaba, recaló en parajes cordobeses.
“Ya había estado en Córdoba y me parecía un lugar mágico. Era un sitio que con algunos amigos habíamos adoptado como propio. Así que fui a las sierras… a lo Sumo”, explica el reconocido chef Emiliano Schobert, que de él se trata esta historia.
Pero, como suele suceder, cuando uno hace planes, Dios se ríe, y el año sabático dejó de ser sabático y se extendió a casi seis.
En el sitio al que había arribado, conoció a una chica llamada Lucía (hoy su esposa).
El amor, ese estado de estremecimiento tan difícil de explicar, aunque los diccionarios insistan en definirlo con letras frías (“sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”), pronto se transformó en materia: un ser latía dentro del vientre de Lucía.
Y ese bebé traía obligaciones.
“Todo fue una secuencia de urgencias”, trata de sintetizar Emiliano, sentado en el acogedor salón Patagonia, la nueva joya de El Obrador, escuela de arte culinario que, en la avenida Belgrano 180, se ha transformado en el faro gastronómico del sur argentino.
Aquí estudian cocineros que trabajan en restaurantes, en pos de profundizar sus conocimientos, pero también amateurs que desarrollan en sus hogares lo que aprenden en este espacio, un emprendimiento familiar de Lucía y Emiliano.
Personas de Esquel, El Bolsón y otras localidades se suman a los alumnos barilochenses.
Vienen especialmente para tomar clases en el establecimiento del chef que llegó a la final del mundial de gastronomía, el Bocuse D’Or.
Cuando observa a quienes provienen de lugares distantes, Emiliano recuerda el tiempo en que él hacía algo similar.
Para estudiar gastronomía, como una manera de profesionalizarse en la actividad que veía como una oportunidad de progreso, tenía que realizar un trayecto de trescientos kilómetros hasta la escuela donde se formó (la cordobesa Celia).
Pero el esfuerzo valió la pena.
Al principio, aquella etapa en la que actuó corrido por las urgencias, desde la llegada de su primer hijo (que hoy tiene diecinueve años), se vio obligado a probar suerte en distintos lugares: regresó a Buenos Aires, después volvió a la provincia de Córdoba y estuvo dos años en San Francisco, en el límite con Santa Fe, donde trabajó junto a su suegro en labores de agricultura; luego descubrió Villa General Belgrano, sitio que lo deslumbró y que pensó que sería el lugar donde se asentaría con su familia, pero una oportunidad en un restaurante local, que se presentaba como muy buena a nivel económico, se transformó en una decepción al pasar la temporada, cuando el sueldo bajó a la mitad… Fue entonces cuando la pareja pensó en trasladarse al viejo continente. Emiliano recuerda: “Estuvimos a punto de ir a Ibiza. Mi esposa tenía parientes en España; estábamos entusiasmados. Era el año 2001, todo el mundo se iba… Pero no nos alcanzaba ni para comprar los pasajes…”.
Fue entonces que la mirada, en vez de en Europa, se posó en el sur.
“Tenía un amigo que vivía en Bariloche y me ofreció quedarme en su casa durante unos días, para ver qué sucedía”, evoca el chef.
Schobert se trasladó solo, pero pronto, al ver la oferta laboral, le dijo a su mujer que viniera junto a su hijo, ya que había encontrado “el” lugar.
El cocinero evoca: “Acá se vivía una historia medio rara, contraria a la del resto del país. A partir de 2002 se había reactivado el turismo. Todos necesitaban cocineros y yo tenía un currículum donde mostraba que poseía algo de experiencia. Conseguí trabajo en La Marmite, con un sueldo mucho mayor al que ganaba en Córdoba”.
Así fue que Bariloche se transformó en el sitio en el que pudo desarrollarse en diferentes niveles.
Llegaron otras oportunidades laborales y, también, nuevos miembros a la familia (un nene y una nena que se sumaron al primogénito de origen cordobés).
En el salón Patagonia, del que se siente tan orgulloso, un espacio hospitalario que funciona como una especie de living donde se mezclan muebles de diseño de rúbricas reconocidas con otros que parieron las manos del propio Schobert (aficionado a la carpintería), donde descansan libros de gastronomía de diferentes partes del mundo y también una cocina de una belleza simple, un lugar en el que en el futuro tal vez comensales privilegiados puedan venir a probar las exquisiteces del chef (la idea de un sitio abierto al público pero que escape a los moldes del restaurante típico siempre está presente), Emiliano, de ascendencia austríaca/italiana/sueca, resucita los sabores de su infancia, con mucho de gastronomía alemana, y recuerda el amor que sus abuelos ponían en la comida. También explica la presencia notoria de las carnes rojas en su vida, desde la niñez hasta la actualidad: “Tengo una cuestión arraigada en lo que hace a ese tema, ya que mi abuelo, cuando llegó a la Argentina, se dedicó, como también sus hijos, a afilar sierras, serruchos y toda la maquinaria utilizada en las carnicerías. Yo ayudaba a mis padres, que tenían el taller en casa. Mi papá trabajaba con ciento cincuenta establecimientos, pero compraba sólo en uno, el mejor, así que en casa siempre había mucha y buena carne”.
Mientras toma un café, pasa de repasar aquellos años juveniles a reconstruir, desde su germen, el episodio que mayor trascendencia tuvo en su carrera, cuando medios nacionales e internacionales empezaron a mencionarlo como uno de los mejores cocineros de la Argentina: su participación en 2015 en el Bocuse D’Or, en Lyon, Francia, donde obtuvo el décimo quinto lugar.
Comienza con sus inicios en las competencias gastronómicas:
“Siempre hubo una parte de la cocina que disfruté mucho, la estética. Cómo hacer para que un plato sea rico es una cuestión técnica; cómo hacerlo bello, amigable a los ojos, es algo artístico.
Esa combinación, de lo sabroso y lo lindo, me llevó, mientras estudiaba primer año, a presentarme en un concurso que era para profesionales, en La Cumbre, Córdoba… y gané. Los demás participantes, que trabajaban en hoteles y restaurants de prestigio, me preguntaban dónde cocinaba, y yo les decía que estaba en una sandwichería de San Francisco… Disfruté mucho de aquella primera experiencia. Me quedé con el pensamiento puesto en eso de los torneos…”.
Emiliano continúa: “Ya en Bariloche, en 2002, leí en un diario que estaba abierta la inscripción para llegar al mundial de cocina en Francia… Dije: ‘Ahí es donde quiero estar’. Así que desde el 2003, cada vez que se hizo, me presenté, pero no lograba ganar para acceder a participar… Lo que sí conseguía era que me conocieran cada vez un poco más, y yo, a su vez, mejoraba”.
Así, en 2011 salió segundo en la preselección nacional. “Sabía que había podido quedar primero”, afirma. “Pero eso no me puso mal. Me di cuenta de que no era el momento adecuado. Pero desde entonces armé una especie de proyección de lo que sería el mundial, porque estaba convencido de que me iba a tocar.”
Volvió a participar en Buenos Aires y ganó; luego, en el certamen latinoamericano, también.
De esa manera, llegó a Francia.
Según dice, para él, participar en el Bocuse D’Or fue “como pasar del karting a la Fórmula 1”.
“Tenés cinco horas y media para hacer dos trabajos, uno de carne y otro de pescado, con catorce reproducciones de cada uno, todo bajo un reglamento estricto. Meses antes te dicen qué será lo que tendrás que cocinar; a nosotros nos tocó trucha y gallina de Guinea”, señala.
“Nos fue bien, pero regresé con la sensación de que nos podría haber ido mejor, por eso me gustaría volver”, expresa. “Entiendo que hay un límite, y ganar no sé si sería posible, pero sí estar entre los cinco primeros. Porque hay que tener en cuenta que triunfar también es una cuestión de lobby y, sobre todo, de presupuesto. Europa utiliza el certamen para promocionar su gastronomía a nivel mundial. Saben la importancia que tiene quedar ubicado entre los mejores posicionados, ya que hay comensales que viajan por el mundo para degustar comidas en determinados restaurants que figuran en guías específicas… Los que terminan en la punta de las competiciones suelen pertenecer a esos establecimientos gastronómicos. Gastan fortunas en prepararse. Por ejemplo, la bandeja que hicimos para presentar nuestra comida, inspirada en el viento de nuestro sur, tuvo diseño mío y construcción de la gente de Designo Patagonia. Con los accesorios, nos salió alrededor de cuarenta mil pesos; las que llevaron los competidores que estuvieron en la cima no bajaban de los cuarenta mil dólares. Además, le dediqué demasiado tiempo al concepto, cosa que no sé si repetiría, ya que si bien la idea era buena, y estaba relacionada con nuestra zona tan ventosa, fue difícil de transmitir a quienes no nos conocían, por lo que no se entendió por completo.”
El chef se refiere a cuestiones en apariencia menores que pueden hacer la diferencia: “Se nos escaparon detalles simples. Por ejemplo, no llevamos tachos de basura. Para competir hay que prepararse física, psicológica y técnicamente. Por eso digo que entendí que se podría haber hecho mejor y me gustaría regresar”.
Mientras sueña con retornar a Lyon, Emiliano hace docencia en su escuela gastronómica:
“Enseñar no es fácil. Podés ser muy buen cocinero pero quizá no sepas transmitir tus conocimientos. Para ser docente, primero, no tenés que tener demasiado ego; debés saber que el alumno no es un jurado, sino alguien que quiere aprender; tenés que ser generoso.
Todavía hay gente que cree que las recetas son sólo suyas y no las cuentan, o no lo hacen como deberían. Acá, en cambio, los profesores se entregan por completo”.
En cuanto a sus gustos a la hora de comer, el chef indica que suele ser simple, y dice, por ejemplo, que puede saborear “una buena milanesa”. Aunque, advierte, dadas las posibilidades que ha tenido de probar diversos manjares, reconoce que hay platos foráneos exquisitos. En ese sentido, comenta: “El foie gras, que es el hígado de pato, es increíble. Cuando lo probé, dije ‘guau’”.
Acerca de lo que más le agrada cocinar, asegura: “Me gusta hacer cosas que me representan geográficamente. Siento placer cuando preparo hongos, truchas, corderos… Porque con esos alimentos habla el lugar, su clima, el suelo… Mi visión es hacer gastronomía de acá, de esta parte del mundo”.
Sobre el final del encuentro, recuerdo la mención que Emiliano hizo al comenzar la charla, aquello de que en su juventud había recalado en las sierras cordobesas “a lo Sumo”, en referencia al grupo cuyo líder era Luca Prodan.
Por eso, antes de irme, le pregunto: “¿Te gusta Sumo?”
–¡Por supuesto! Desde siempre…
Nos despedimos.
Salgo del abrigo que otorga El Obrador, y en la intemperie, desde vaya a saber dónde, llega la voz de Luca, que entona aquellos versos made in Sumo: “…y yo me alejo más del suelo… y yo me alejo más del cielo, también”.