Cines

Podrá sonar a rememoración nostálgica, posiblemente. Pero el recorrido que hoy propongo nos lleva a situarnos en las salas oscuras que tuvo nuestra ciudad, en las cuales, desde el fondo emanaba un haz de luz mágico que terminaba dando en el frente, donde se proyectaba el milagro: una película.

Si bien hay referencias históricas que atestiguan espacios y salas de proyección desde 1917, las que nos ocuparán gran parte del viaje son las más emblemáticas y duraderas en el tiempo. Precisamente allí, en Frey y Mitre, una construcción propiedad de los hermanos Parsons se erigió como la primer sede donde apreciar cine. Estas memorias las trae a cuento Ricardo Vallmitjana en unas interesantes crónicas y, donde cita además, la existencia del cine-bar Bariloche, de fugaz existencia durante los años ‘30. Fue sobre finales de esa década cuando se inauguró el Cine Central, una sala fenomenal para la época, que albergaba unas 700 personas, y se ubicaba en plena calle Mitre, entre Rolando y Villegas. Ese fue, en principio y durante muchos años, el principal destino para todos aquellos que no sólo querían ver algún film, sino que pretendían tener una salida y encontrarse, casi inevitablemente, con amigos y conocidos. Sería esa la sala que, años más tarde y pantalla Cinemascope mediante, se convertiría en el clásico e histórico Cine Coliseo. Espacio de lo más similar a los cines de barrio porteños y otros proyectos de pueblo, con ciertas pretensiones edilicias, detalles de estilo, fachada vidriada, escaleras que conducían al Pullman por cada lateral, etc. En síntesis, el ejemplo más vívido y referencial de lo que supimos conocer como las clásicas salas de proyección cinematográfica, ilustrada precisa y bellamente en Nuovo Cinema Paradiso, por el gran Giuseppe Tornatore. El Coliseo tenía ese mismo balcón que se muestra en la cinta itálica, y conseguir ubicación en la primera fila de ese segundo piso resultaba un beneficio incalculable. La ubicación no tenía igual, la comodidad superaba al resto, y la visión panorámica permitía distraerse en caso que la película fuese un bodrio. A lo largo de toda su existencia, y particularmente sobre su ocaso, el Coliseo nunca se destacó por proyectar películas de culto, cine arte, o de circuito no convencional. Por el contrario, se contentaba con westerns, títulos taquilleros, policiales, horror, frenética acción y lo más sobresalientemente popular del cine nacional. A decir verdad, esta fue una constante mostrada también por todas las salas comerciales. El Coliseo presentaba además la doble función vespertina de sábado y domingo, con títulos infantiles y familiares desde bien temprano. Mi experiencia trae a la memoria hallarme en la puerta del cine, con un grupo de amigos, antes incluso que éste abriera, para poder anticiparnos esas butacas deseadas al borde del balcón. Generaciones anteriores recuerdan un obligado paso posterior a las proyecciones nocturnas por el Ski Bar, salón de tertulia ubicado en la esquina, dentro de la galería de Mitre y Rolando. Allí, los concurrentes al cine hacían los consabidos comentarios de cada film, se compartían impresiones, se debatía y, por supuesto, se chusmeaba. La ciudad era definitivamente más pequeña, y el cine era una excusa para un encuentro social, de manera especial en los intervalos. Algunos recurrían a sus mejores ropas, otros aprovechaban la ocasión para pasar reportes, actualizarse, o reencontrarse con algún viejo amigo o familiar olvidado. Pero permítanme que insista en quedarme en este Cine Coliseo, para destacar ese majestuoso techo que tenía. Unas hipnóticas estructuras piramidales que generaban un relieve de ensueño, favorecido por los colores que la pantalla iba reflejando. Con la imaginación, uno podía dibujar siluetas, dar vida a entidades amorfas, o simplemente fantasear con cubos móviles que se trasladaban por toda la trama del cielorraso. Otro motivo de distracción en caso que las películas fuesen indigeribles. Y a menudo lo eran. Seguramente aquel fenómeno generado por el techo, más la presencia de madera en los laterales, y la disposición de los pisos era lo que generaba una acústica notable. Posiblemente la mejor que haya disfrutado nuestra ciudad en una sala de ese tamaño. A punto tal que allí se celebraron conciertos en vivo de enorme magnitud, como algunos de los shows que formaron parte de la histórica edición de la Primavera Musical de 1987, entre ellos el de la Camerata Bariloche y el Estudio Coral de López Puccio.

El Gran Cine Bariloche por su parte, se inauguró en 1947, con mayor capacidad incluso que su contemporáneo. Las crónicas rememoran que ver películas allí era un gesto de mayor osadía y coraje. En principio, la sala no tenía buena calefacción. Se ubicaba en la calle Frey, entre Mitre y Moreno, locación que años más tarde tuvo un fallido intento de ser reflotada. El edificio terminó, años más tarde, sufriendo un incendio. La propuesta de sus títulos no difería mucho de lo tradicional: films de la Coca Sarli o Sandro, comedias italianas, alguna de guerra o de terror y la atrevida propuesta de trasnoche, para quienes soportaban volver a casa a deshora, ya entrada la madrugada. Todo esto siempre prologado por los Sucesos Argentinos, y mediados por publicidades de Electroluz o La Vizcacha.

Más cerca, en el tiempo, fue la era del Cine Arrayanes. En calle Moreno casi esquina Morales, donde hoy funciona el Teatro La Baita. A diferencia de las anteriores, la sala presentaba un look mejorado, renovado, con butacas más confortables, y una pendiente en las gradas que facilitaba un único piso. En definitiva, tal cual como se lo ve hoy, prácticamente. Era comienzos de la década del ’80, y Hollywood avanzaba con films del estilo de Star Wars, Los Goonies, Indiana Jones, Laberinto, incluso Rambo, Terminator, y otros tantos. En sus comienzos, el Arrayanes se había propuesto darse el lujo de atender a los paladares más sofisticados, pero el intento fue infructuoso (posiblemente anti económico) y finalmente aquello quedó siempre como patrimonio de los cine-clubes, especialmente el del Centro Atómico y, en menor medida, el de la Biblioteca Sarmiento. Estos espacios alternativos mantenían la atracción de un público ávido por títulos sofisticados, no convencionales, cine de autor, films provocadores de corrientes intelectuales, cine arte, etc. En los años de la debacle de las salas cinematográficas, la realidad no fue compasiva con el Arrayanes, y su decadencia encontró un cierre definitivo hace no muchos años atrás.

Los 400 cortes

Tiernas, románticas, melancólicas e hilarantes, todos debemos tener jugosas anécdotas en nuestras visitas a algunos de estos cines. A continuación data una histórica, acontecida allá por el año 1961. ¿Sabe usted que una vez estuvo en el Cine Bariloche el célebre director Francois Truffaut? No solo eso: vino especialmente a presentar su película Los 400 golpes, su más excelsa obra. Junto a Truffaut venía también gran parte de la troupe protagonista del film, entre ellos el jovencito Jean-Pierre Leaud, principal figura de la película. Los 400 golpes acababa de competir por el Oscar. Había sido galardonada en Cannes y otros tantos festivales durante 1960. El Festival de Cine de Mar del Plata convocaba, por aquel entonces, a grandes títulos y figuras de excepción. Así fue que, luego de la presentación del film en dicho festival, Truffault y su gente fueron invitados a presentar Los 400 golpes en Bariloche. Ni más ni menos. En aquella oportunidad los recibió una sala llena. Previo a la proyección de la película, los destacados artistas fueron presentados, subieron al escenario, recibieron aplausos, vítores y, seguramente, alguna mención o recordatorio. Lo cierto es que al oscurecerse la sala, comenzó la proyección. Se entiende, frente a estos actos, que difícilmente los protagonistas permanezcan en la sala para volver a ver un film que ya lo tienen hartamente memorizado. Por tanto, suelen retirarse del recinto a poco de comenzar. Y esto es lo que tenían en mente Truffaut, Leaud y los otros. El tema fue que, como era muy común en todas las salas barilochenses, a los cinco minutos de comenzada, la película se cortó. Una falla en el proyector, claro. Entre la indignación y la vergüenza, los responsables decidieron prender las luces de la sala, hasta que se resolviera el inconveniente. Y fue allí, al iluminarse el recinto, que la gente pudo ver cómo el director y los actores de Los 400 golpes ya estaban reirándose, en puntas de pie, a mitad de camino de la puerta de salida, por el pasillo lateral de la sala.

Además del citado Vallmitjana, otros historiadores y memoriosos como Hans Schulz, Edgardo Lanfré y Graciela Pino hicieron estudios y escritos sobre las salas de cine de nuestra ciudad, los cuales sirvieron como pituquitos para emparchar los agujeros del olvido.

 

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